
17 Ago 2021
Relato corto 2021 «El aroma de los chopos mojados». Ganador Categoría Adultos
«El aroma de los chopos mojados«, de Marisol Julve Barea
Sentada en el poyo de la puerta, Magdalena contemplaba extasiada el cielo de un azul tan intenso que casi dolía mirarlo. Mirando el movimiento de las nubes que crecían esponjosas y se separaban y reagrupaban en una danza caprichosa, dejaba que el tiempo pasara hasta que acabase la hora de la siesta y pudiese ir a buscar a sus amigas y empezar otra tarde, todavía virgen, como todavía virgen era el verano recién estrenado unas semanas atrás.
Inmersa en sus pensamientos de gozo y delicia por saber que tenía por delante muchas, muchas semanas para disfrutar de la libertad que da la ausencia de la escuela, junto con sus amigas de siempre y otras muchas que vendrían a pasar el verano con sus abuelos o tíos y, que con toda seguridad, alguna se convertiría en aquella “amiga del alma” a la que esperaría nerviosa verano tras verano y a quién despediría con un nudo en el estómago cuando ya los días empezaban a acortar tornándose cada vez más grises y anunciando que ya, el fin estaba cerca
Pasaba lenta la sobremesa, lenta y silenciosa; tan solo interrumpida por el canto de algún gallo y el sonido de las chicharras cual epifanía del calor. Era la estación más esperada: por las vacaciones, por los pantalones cortos y vestidos, por las fiestas y el bullicio de las calles; no solo por los días eternos, sin horas, sin dueño, sino también por las noches estrelladas y cálidas, de juegos de escondite donde el pueblo era para ellos, aún en su temprana edad, un inmenso edén que no acababa nunca y que iba desde la herrería al lavador; desde el trinquete a la iglesia; de las eras al cementerio. Un poco amodorrada por el calor del mediodía se tumbó en el fresco suelo de la calle y se quedó dormida mientras dibuja una rayuela.
– ¡Magdalena, despiértate que ha venido un circo! ¡Vamos, venga que están en la plaza montando todo! Los gritos de su amiga Rosita se mezclaban en su cabeza aún aturdida con las voces que, de unos altavoces, anunciaban a una cantadora de no sé dónde, a un faquir de oriente, a un equilibrista, a Charlie, el payaso de…
– ¿Un circo? ¡Ala! Y, ¿cuánto vale y tú vas a ir, y se lo has preguntado a tus padres…?
Y hablando las dos a la vez, con mil preguntas y los ojos expectantes ya estaban allí contemplando como de repente, la plaza y el trinquete se habían llenado de color, de telas y lonas, de artefactos y gentes diferentes; acentos distintos, distintas fisonomías y sobre todo, mucha ilusión y alegría.
Magdalena, entusiasmada ya se imaginaba la noche venidera: las calles llenas de vecinos y vecinas con sus mejores mudas acarreando sus sillas, apresurándose para coger un buen sitio y con algunas monedas para comprar la rifa –que el año pasado rifaron una figura de porcelana china, que por cierto le tocó a la madre de Patrocinio, ¡qué suerte!– Y luego los del circo se quedaron en el pueblo un par de días, y se hicieron amigas de unos chiquillos que hablaban muy gracioso y dormían en unos carros con toldos de colores y siempre estaban cantando y muy alegres, aunque miraban sus bocadillos con unos ojillos de…
Y un día lavaron sus ropas en el lavador y las pozas se llenaron de lentejuelas que mucho tiempo después aún destellaban contra las paredes encaladas en mil colores que las distraían y hacían que la losa de jabón se escurriera entre sus manos como un pez travieso ante la regañina de sus madres, que como diosas capaces de solucionar cualquier incidente, se echaban para adelante sobre la poza y rescataba del agua la preciada pieza que blanqueaba, no solo la ropa más parda, sino las penas más oscuras del alma, allí compartidas con las otras mujeres que con rictus muy serio hablaban a veces muy bajito, y otras estallaban en risotadas comentando alguna anécdota que las niñas no entendían muy bien intuyendo que eso aún eran cosas de mayores.
– ¡Mamá, mamá, despierta! ¿Qué haces aquí dormida en la chopera? ¡Anda que cualquiera qué te vea! Como si no tuvieses casa y una buena cama para echar la siesta, y además está empezando a llover. ¡Hombre…! ¡Qué cabeza la tuya y la mía por no haber cerrado la puerta de casa! ¡Que cualquier día vamos a tener un disgusto!
Magdalena confusa pensó. – ¿En la chopera?, pero si estaba en la puerta de casa esperando…y además –verbalizó casi gritando– ¡Ha venido un circo!
– ¡Sí, un circo! Y esta noche nos vamos a verlo a la plaza tú y yo– le dijo su hija cogiéndola de la mano huesuda mientras pensaba cómo el alzhéimer, esa enfermedad del olvido, iba minando poco a poco, como una termita a una viga de madera, la vida de la que un día fue mujer fuerte y resuelta hasta convertirla en una niña cada vez más menuda, temerosa y dubitativa, eso sí, de ojos brillantes e interrogantes ante una realidad enmarañada de identidades.
Mientras Magdalena caminaba asida a la mano de aquella que creía su madre, aspiró el intenso aroma de los chopos mojados y miró a los cientos de vencejos que surcaban el cielo del atardecer. Miró el pueblo de calles luminosas con las puertas siempre abiertas, donde siempre permanecían sentadas aquellas ancianas de pañuelo negro a la cabeza, atemporales, cual guardianas que custodiaban la morada que un día las vio nacer y donde esperaban pacientemente la hora de partir.
Aquello era lo único familiar para ella, y allí se había instalado su memoria olvidando todo lo demás; en aquellos veranos interminables de nuestra infancia, ese lugar, esa patria donde todos querríamos volver.