
01 Jul 2003
Aurora
Por Miguel Valiente
Pocos días después de la muerte a traición de Aurora (toda muerte de una persona joven llega a traición cualquiera que sea su causa), viajábamos mi mujer y yo de Madrid a Zaragoza en coche. Aún no era mediodía y, a la altura de Medinaceli, me volví a Maite y le dije: “¿Has llamado a Aurora para decirle que vamos?” La pregunta se me quedó helada en la boca apenas esbozada. Y es que no había asumido aún la terrible verdad: que Aurora nos había dejado.
Yo conocí a Aurora bien avanzado ya mi recorrido vital, próxima mi treintena, y aunque no llegué a intimar con ella hasta nuestro regreso a España en el año 80, me dolió su muerte como duele la muerte de una hermana, en este caso una hermana más joven que uno. Quiere esto decir que para querer a una persona no son precisos ni lazos de sangre ni vivencias compartidas a una edad temprana.
Aprendí a conocer y a valorar a Aurora bien entrada la década de los 90, cuando el cáncer alevoso que acabaría venciéndola no había hecho más que asomar, traicionero, en su vida. Significa esto dos cosas: primero, que sólo el surgimiento de un hecho excepcional en nuestras vidas hace que salga de nosotros todo nuestro potencial real, y, triste es reconocerlo, hay muchas personas en cuya vida nunca se produce un hecho excepcional; segundo, que nunca conocemos suficientemente bien a alguien hasta que ese “hecho” – una enfermedad, un éxito fuera de lo común, una pérdida irrecuperable, un fracaso, un lugar, un descubrimiento, una profunda decepción, una lectura reveladora, un encuentro, un gran amor -, hace saltar la chispa que desencadena la aparición del ser que se mantenía oculto a los demás y, a veces, a uno mismo.
Me impresionó profundamente descubrir en Aurora una insólita capacidad de lucha, de ganas de vivir, de valentía, de serena aceptación de la enfermedad. A pesar de los momentos difíciles, de las recaídas, de la debilidad física provocada por unos tratamientos desagradables y agotadores, fue entonces cuando pude conocer a la Aurora definitiva, a la Aurora auténtica, la que surgió de su concha introspectiva y se abrió hacia fuera, hacia los demás, dispuesta a agotar las posibilidades de vida que tenía ante sí, deseosa de conocer mundo, de descubrir nuevos horizontes, de hablar, hacer amigos, probar nuevas comidas, estrechar lazos, reír, vivir en suma.
Hablando de Aurora con otras personas de su entorno, hemos coincidido todos en concluir que fue una persona muy “especial”, pero siempre encontraba yo difícil saber qué es lo que la hacía especial. Y no es porque Aurora fuera una persona complicada, oscura, impenetrable. Nada más lejos que esos rasgos para hacer un retrato de Aurora, que era sencilla, clara y abierta a los demás. Cuando decimos que era una persona muy especial es porque queremos encerrar en una sola palabra todos esos pequeños aspectos de su carácter, de su personalidad, que la hacían ser inequívocamente ella, inconfundiblemente Aurora.
Y creo haber llegado a una conclusión al respecto, una conclusión quizás no totalmente acertada, desde luego en absoluto definitiva, pues nada escapa más a nuestra capacidad de definición (siempre reduccionista) que tratar de abarcar en unas frases algo tan complejo como la mente, el pensamiento, el corazón, las inquietudes, las emociones, en suma, el espíritu de una persona.
Creo que, frente a la dura realidad de su enfermedad y dispuesta a luchar a toda costa por su vida, Aurora se abrió repentina y decididamente al exterior de múltiples formas: salió de su concha y se hizo permeable a los demás; menospreció ciertas pequeñeces que habían limitado su vida anterior y quiso conocer mundo; dejó de ver simples “pelis” para gustar del “cine”; descubrió seres humanos con vida propia digna de ser conocida, para bien o para mal, donde antes había tan sólo vecinos, familiares, primos o conocidos; descubrió que tenía unos sobrinos – muchísimos – que no eran sólo pequeños seres receptores de regalos y caprichos, sino apasionantes proyectos de futuro, y pasó a formar parte de sus vidas con un inusitada dedicación; dejó atrás la rutina de una vida regida por pequeños menesteres para adquirir un profundo interés por la sociedad, la política y, sobre todo, por Aragón, concepto que despertaba en ella auténtica pasión; aprendió a volcar y a trasladar lúdicamente ese amor por su región en su ardoroso y, reconozcámoslo, escasamente ecuánime apoyo al Real Zaragoza, cuyos éxitos y fracasos vivía con incomparable intensidad (muestra de lo cual fue la “uniforme decoración” de todos sus sobrinos con la camiseta del club se sus amores)…
Podría fácilmente seguir. Pero hubo algo que surgió en esa Aurora diferente, nueva, vitalista, algo que merece la pena ser destacado: Pancrudo, su pueblo. No he conocido a ningún otro pancrudino – y soy consciente de que cualquier comparación puede resultar odiosa – que tan profundamente, con tanto orgullo, con tan desmesurada pasión, haya portado en alto el estandarte de su pueblo. No había nada de Pancrudo que le resultara indiferente, nada que la aburriera. Sus sentimientos por Pancrudo eran encendidos, extremados: podían ir del entusiasmo al enfado más tremebundo, de la alegría al enojo, pero nunca pasaban por la indiferencia. Su propia peluquería, “La Peineta”, acabó convirtiéndose en una especie de “consulado” de Pancrudo, donde se daba información, se escuchaban historias y sucedidos del pueblo, se reunían más de dos y más de tres a comentar las últimas fiestas, se vendía lotería de la Comisión de fiestas…
Aurora fue un pequeño Pancrudo hecho persona. En los últimos años, vivió volcada en todo lo que significara un avance, una mejora de su pueblo: el nacimiento y desarrollo de la Asociación Cultural, la plantación de árboles, la semana cultural, las fiestas, los senderos, la recuperación de las fuentes, las exposiciones de fotografías y utensilios rurales. Creo que Pancrudo tiene una deuda de gratitud con Aurora, pues gentes ha habido que le han podido dar cosas, pero difícil sería encontrar alguien que le haya dado tanto amor. Debería haber algo que la recordara para siempre en tanto que municipio, pues quienes la queríamos no necesitamos de placas conmemorativas; la llevaremos siempre en el corazón.
El otro día visitamos el cementerio. Todos nos emocionamos al ver su tumba, cómo no. Sería imposible no sentir la humedad en los ojos con su recuerdo. Eso es además bueno. Era un día luminoso, de aire fresco, uno de esos días que subliman la belleza del campo. Y pensé que, a pesar de lo tremendo, de lo injusto, de lo absurdo de su pérdida, Aurora se sentiría contenta de saber que descansa donde lo hace: en un altozano desde el que se puede ver la silueta de su pueblo, sus tejados, el humo de sus chimeneas, la torre de la iglesia, la carretera de Cervera, la arboleda del polideportivo que tiene un sauce plantado de su mano, los campos de cereal, el sonido de las hojas de los chopos junto al puente de Belén, el canto de los pájaros, los esquilos de las ovejas, la sonrisa amarilla de las aliagas, el aroma del tomillo y la ajedrea, los pinos, los cipreses, las arizónicas y las carrascas que, con tanta ilusión, contribuyó a plantar…
Y, de vez en cuando, el silencio del campo se romperá, y llegará hasta ella el sonido de las voces de quienes la queríamos, y seguiremos queriéndola, hablando de ella y recordándola siempre.